Casi nunca digo cuál es mi profesión a la primera porque prefiero pasar desapercibido. Y aunque lo dijera, muchos no me tomarían en serio. Soy detective privado, pero al oír eso la mayoría de las personas piensan en películas y series: y como sabemos, la realidad y la ficción son cosas diferentes.
No obstante, he de admitir que me empecé a aficionar por esta profesión precisamente por el cine cuando era un niño. Me gustaban aquellos investigadores siempre con la palabra justa y la pistola a punto. Casi siempre salían ganado, y si no, se llevaban a la chica: nunca se iban de la película con las manos vacías. Yo fantaseaba con tener un despacho con sus cortinas de lamas a medio bajar y estar rodeado de papeles esperando el gran caso.
Pero cuando, muchos años después, me inicié en la profesión, primero en una agencia, ya tenía claro que de glamur poco. Es un trabajo como otro cualquiera, en el que hay que seguir unas reglas, que unos días sale mejor y otros peor. Después de conseguir el título de Identificación Profesional que me permite ejercer como detective empecé en una agencia centrado en labores de vigilancia y seguimiento: el 90% del trabajo que hacía por aquellos tiempos.
Y tengo que admitir que en los primeros tiempos llegué a pensar muy seriamente en abandonar. Tantas horas en la calle, a menudo pasando frío, para no descubrir nada de nada, era la antítesis de los detectives de las películas, siempre llegando en el momento justo.
Pero era muy joven e inexperto. Luego comprendí que era una parte inevitable del trabajo, y que las horas de espera se compensaban con la obtención de información para resolver un caso: eso es tan satisfactorio que merece la pena.
Fui perseverante y logré ir ascendiendo hasta que pude montar mi propia agencia. Ahora me he permitido el lujo de tener mi propio despacho con cortinas de lamas. Pero no hay ni un solo papel: todo digital. Con todo, de vez en cuando todavía me toca estar cinco horas esperando en un coche sin que ocurra nada de nada.